lunes, 21 de marzo de 2016

viernes, 18 de marzo de 2016

sábado, 5 de marzo de 2016

Emilio Encadenado

Harry volvió a mirar el pergamino, apoyó la pluma encima una vez más y escribió «No debo decir mentiras»; inmediatamente notó otra vez aquel fuerte dolor en el dorso de la mano; una vez más las palabras se habian grabado en su piel; y una vez más, desaparecieron pasados unos segundos.
Harry siguió escribiendo. Una y otra vez, trazaba las palabras en el pergamino y pronto comprendió que no era tinta, era su propia sangre. Una y otra vez, las palabras aparecían grabadas en el dorso de su mano, cicatrizaban y aparecían de nuevo cuando volvía a escribir con la pluma en el pergamino.
A través de la ventana de la oficina vio que había oscurecido, pero Harry no preguntó cuándo podía parar. Ni siquiera miró qué hora era. Sabía que ella lo observaba, atenta a cualquier señal de debilidad, y no pensaba mostrar ninguna, aunque tuviera que pasar toda la noche allí sentado, cortándose la mano con aquella pluma...

J. K. Rowling, Harry Potter y la Órden del Fénix
Capítulo 13


I
ESPERANDO A LOS GUSANOS

En cierto sentido, tenerlo ahí sentado ya era una forma de castigarlo. El problema es que no habiendo sentencia dictada, su presunción de inocencia entraba en contradicción con la posibilidad del castigo, lo que convertía a ese acto en algo más cercano a la tortura. Esperar una sentencia siempre es una tortura, sobre todo cuando se conoce de antemano cuál será.
Porque él sabía lo que pasaría al final, aunque realmente no supiera lo que pasaría entre ese momento y ese final, y era eso lo que lo asustaba. No sabía si tenía derecho a hacer una llamada telefónica, o pedir a un defensor. No conocía la diferencia entre exigir sus derechos y desacatar a una autoridad, y por tanto en este caso, como en todos los anteriores, no le quedaba otra más que confiar en que ellos harían su trabajo como era debido.
Se preguntó si era intencional que la silla fuera tan alta y que sus pies no tocaran el suelo. ¿Reclusión simbólica? Se sentía un poco como la princesa en lo alto de la torre, y levantó los pies más arriba, recordando los juegos de niños en que los muebles son islas flotando en un mar de lava. Era la princesa en la guarida del dinosaurio que escupe fuego, esperando a su héroe de videojuegos para que la rescate.
A veces se abrían las puertas y cruzaban la pequeña sala personas apresuradas que revisaban papeles sin mirarlo. Luego, otra vez el silencio. Un reloj en la pared: tic-tac, tic-tac...
Recordó aquella sucia técnica de tortura china en la que ponen a un hombre inmovilizado boca arriba, y dejan caer una gotera sobre su frente. Imaginó que el golpe del agua sobre el cráneo debía sonar un poco como ese reloj. Tic-tac, tic-tac...
Siguió con su analogía del pozo de lava. Esas personas que entraban y salían, ¿eran entonces las pequeñas tortugas súbditas del jefe del castillo que esperaba oculto detrás de la última puerta? Balanceó las piernas y jugó con sus manos, intentando no pensar en la gotera que le habían colocado sobre la cabeza. Imaginó que no alcanzarían a castigarlo, que cuando por fin llegaran a buscarlo lo encontrarían con el cráneo abierto, empapado en sangre y sesos húmedos, todavía calientes, diseminados por toda la pequeña sala. O quizás esa era la idea, dejalo allí hasta que se muriera, para que no tuviera, en definitiva, oportunidad alguna de salir de ésta.
Había leído que cuando Euronymous, el músico de Black Metal, encontró a su colega muerto en su casa, lo primero que hizo fue vomitar. Pero que no había sido el espectáculo de encontrar sus cosas regadas en sangre y cerebro, o ver la cara ida y sin fondo del vocalista de su banda tendido de lado sobre su cama, no... era el olor lo que descomponía de inmediato al cuerpo y lo doblegaba, como una forma de advertirle que lo que había pasado allí era completamente ajeno a la vida. Si uno come para alimentarse y el alimento nos mantiene vivos, vomitar es un poco como morirse, ¿no?
En estas meditaciones estaba cuando entraron por tercera o cuarta vez, pero en esta ocasión no fueron a revisar estantes ni archivadores sino que se dirigieron a él. Le hicieron preguntas de rutina, una vez más. Nadie le leyó sus derechos, así que no sabía si podía elegir no responder a las preguntas que le hacían. Afortunadamente, nadie instalaba todavía una comisaría en su cabeza: podían exigirle hablar, pero no asegurarse de que dijera la verdad.
El código de honor, la única ley que no necesitaban leerle, era la única que tampoco estaba dispuesto a romper. No, nadie más. No, yo solo. Yo, yo, yo. Sí. Aquí espero.
Otra vez solo. Reloj o gotera, sala vacía o pozo de lava. Se imaginó que así debía ser la vida de la princesa en todo el tiempo que pasa mientras uno juega los primeros niveles. Qué despreciables los días y las horas en que uno todavía no es bueno, y prueba y prueba pero no logra pasar algún castillo, alguna cueva...
Se preguntó si acaso, con el tiempo suficiente, un pozo de lava se seca o se enfría. ¿Qué pasaría primero, le reventaría la cabeza o se secaría la lava? Deseó profundamente que fuera antes lo segundo; en una de esas así lograba saltar silla abajo y salir corriendo por alguna de esas puertas. Después de todo, los niveles no son tan difíciles cuando se los recorre de adentro hacia afuera.
Salir, en general, siempre es más fácil que entrar. A excepción de situaciones como ésta, claro.
Le habían explicado que un comité de disciplina es un grupo de personas que asesoran a una autoridad para que tome una decisión en la cual su sólo criterio podría no ser suficiente; es decir, cuando el caso o la sanción son delicados. Esa era la versión oficial. Entre los suyos, por supuesto, la interpretación era distinta: el comité de disciplina no asesora a la autoridad para que tome una decisión, sino que la decisión ya está tomada de antemano. Lo que necesita entonces la autoridad no es que alguien venga a cuestionar su criterio (¡faltaba más!) sino que, precisamente porque el caso o la sanción (ya decidida) son delicados, lo que hace falta es "incluir" a los demás, "democratizar" una decisión que de otra manera podría ser vista como despótica. En cierta forma, un comité de disciplina es un chivo expiatorio, o en el mejor de los casos, una anestesia.
Por eso sabía cómo terminaría todo. Porque la decisión ya la habían tomado, o no lo tendrían ahí esperando. Si ésta hubiera sido como las anteriores, el procedimiento hubiera sido como los anteriores también. Pero cuando hay comité de disciplina, las cosas cambian. Nadie molesta a dos miembros de cada estamento un día hábil por la mañana, para que se reúnan y evalúen un caso particular, si existe la mínima posibilidad de darle al acusado otra oportunidad.
La parte divertida de todo el asunto (y estas cosas las pensaba sin dejar de prestarle atención un sólo segundo al maldito reloj, básicamente porque se encargaba de dispararle cada uno de esos segundos como una bala contra la frente) es que, en vistas de que él sabía lo que le iban a hacer y que ellos también sabían que era inevitable que se hiciera porque la decisión ya estaba tomada, todo lo que iba a pasar a continuación era perfectamente prescindible; y sin embargo se esperaba que cada uno de ellos, actores no contratados y puestos a la fuerza en una obra de implacable guión, hiciera exactamente lo que le correspondía hacer. En definitiva eso es lo que estaban haciendo: preparando una obra de teatro para el espectador más terrible: sus propias conciencias, o en el mejor de los casos, la institucionalidad (el dinosaurio que se come al dinosaurio) que en cualquier momento podría llegar a revisar las actas y de seguro no se sentiría feliz de que un caso tan delicado, o una sanción tan delicada, hubiera tenido un procedimiento resolutorio irregular. Por eso tanta pompa y boato, y por eso esa espera interminable que era un poco como un castigo, y ese reloj que era un poco como una tortura políticamente correcta.
Van a ser las doce y nada todavía. Se le ocurre pensar que tal vez se olvidaron de que lo dejaron allí, y lo están buscando en otras salas. O quizás se estaba portando tan bien ahí sentado, con las piernas retraídas debajo de la silla y las manos posadas sin tamborilear encima de sus muslos, con su peinado de niño bueno y su mirada fija en el (maldito) reloj, que aunque pasaban por ahí buscándolo no lo reconocían, y quizás ya especulaban que se había fugado y lo estaban buscando arriba, afuera, en los baños, en el comedor...
Pero no; por fin se abre la puerta y entran para llamarle. Llegó la hora. Lástima que su cabeza no ha volado en mil pedazos todavía. Se enfrió el pozo de lava, al parecer, porque logró pararse sin salir herido. Le dan instrucciones monosilábicas, como las madres cuando están enojadas, o como a los perros de la gente siútica, que les enseñan a sentarse en inglés y no en español. El inglés tenía muchas palabras monosilábicas, ahora que lo pensaba; ¿eso lo convertía en un gran idioma para dar órdenes?
Pensó que la historia reciente del occidente europeo habría estado de acuerdo con él. No que en ese momento importara, en cualquier caso.
Todas estas cosas pensaba mientras caminaba detrás de la inspectora rumbo a la sala donde lo esperaban.

II
DOCE ANCIANOS EN SUS TRONOS CON CORONAS DORADAS

La desproporción más fundamental queda de manifiesto en forma bastante clara si consideramos el cuidado a un bien de uso público. Resulta que para conservar en buen estado ese objeto, necesitas la colaboración y buena conducta de todas las personas que harán uso de él; sin embargo, para destruirlo sólo hace falta el actuar malintencionado de un individuo. Por lo tanto, el esfuerzo social necesario para mantenerlo es siempre inversamente proporcional al suficiente para destruirlo: contra más aumenta el primero, más disminuye el segundo. Alcanzada una cantidad crítica de personas, la probabilidad de que cualquier bien mueble o inmueble se mantenga en buen estado por la coacción de sus mismos usuarios cae a cero; por la misma razón, con el tiempo suficiente, todos los bienes públicos acabarán deteriorándose por mal uso. Lo mismo podría decirse de las instituciones, que tarde o temprano terminan corrompiéndose; se trata de un principio universal, una suerte de "entropía" social.
Fuera o no esto relevante para el asunto que estaban tratando, lo cierto es que su amplia experiencia trabajando con estas personas le había enseñado que por regla general cosas como ésa no son algo que les interese escuchar, sobre todo en momentos como ése. Se limitó por tanto a sonreír y dibujar pequeños círculos en el costado de la hoja de su libreta, mientras esperaba instrucciones.
Todos tenían delante de sí una copia con el amplio prontuario —perdón, expediente— del caso en cuestión, pero él era el único que apenas lo había revisado. A su lado una de las representantes del Centro de Padres iba destacando en colores diferentes las distintas sanciones y sus causales, los años, y colocando a borde de página pequeños comentarios. No sabía de quién era madre esa señora, pero creyó intuir exactamente el tipo de alumno o alumna que era su pupilo.
Al otro lado, uno de los representantes del estatuto de estudiantes leía también el expediente, pero en lugar de destacar líneas y hacer comentarios hacía grandes esfuerzos por no reír. En la cima de la pirámide social siempre están éstos: los que se ríen. Por eso estaba él aquí hoy: por su irreprochable conducta y excelente desempeño. Él estaba en la mejor posición, en la única de privilegio dentro de la estructura, y lo sabía: ¿para qué iba a ensuciarse las manos en una travesura, en un hostigamiento, si había otros dispuestos a hacerlo con tal de mendigar su simpatía? Pensó que quizás propondría, en el Consejo de Profesores siguiente, la idea de no enfocar más las campañas contra el hostigamiento hacia los hostigadores sino hacia el resto, los testigos que a la vez se ríen de la víctima y la consuelan.
Pero desistió rápido. En el fondo sabía que no iban a prestarle atención.
Estaban sentados en semi círculo en una sala aneja a la biblioteca, tenuemente iluminados por una ventana que daba a la calle. Frente al semi círculo, una silla vacía esperaba al "caso", el acusado que en cualquier momento llegaría para responsabilizarse por sus actos frente a este honorable comité. ¡Qué lecciones de civilidad y responsabilidad estaban dando! Lo veía en el rostro de todos los demás adultos a su alrededor: cada uno de ellos asumía su rol con un compromiso y una devoción admirables. Casi se podría decir que no se habían dado cuenta de lo obvio.
Él en cambio sí se había dado cuenta, y por eso no hacía más que dibujar círculos en el borde de la página de su libreta. La decisión ya estaba tomada, y ellos allí no eran más que un trámite, o a lo sumo los testigos de fe de un procedimiento que, de una u otra manera, tomaría lugar y llevaría a la consecuencia más obvia: el infeliz sería expulsado. Todos saben que un comité de disciplina no se reúne para dar suspensiones o llamar al apoderado; cuando el máximo tribunal sesiona, lo hace para hacer grandes cosas. De otra forma, podía ocurrir que el susodicho se fuera sin pena ni gloria, y ésa era la peor de las posibles consecuencias: que no pudiera servir de ejemplo para los demás.
Por supuesto, el hecho de que estuviera tranquilo se debía a la certeza de que nada de lo que hicieran o dijeran ellos ese día podía cambiar en forma alguna lo que pasaría a continuación, pero eso no quería decir que estuviera él de acuerdo. Los griegos en la antigüedad tenían castigos simples y eficaces contra los antisociales: la cárcel, el ostracismo, la muerte. A este antisocial, sin embargo, lo amparan la ley y los derechos del niño, así que no puede irse preso ni morir; de ahí que la pena máxima sea el ostracismo, que es el exilio. De acuerdo con el Manual de Convivencia Escolar, los niños sólo serán expulsados si incurren reiteradas veces en faltas extremadamente graves, o cometan una que proporcionalmente pueda considerarse lo suficientemente grave como para no ameritar una segunda oportunidad. Dado que dicho documento rige la convivencia, se entiende entonces que la expulsión no es tanto un castigo contra el individuo sino un bien para el colectivo. Pero claro, cuando un cuerpo está enfermo sólo se remueven los órganos cuando están gangrenados o tumorosos; en otras condiciones, se intenta salvarlo a toda costa, porque se reconoce que al cuerpo entero definitivamente le hará más daño quedarse sin el órgano. En cierto sentido, trataban al niño como si fuera un cáncer. Y el mote de "líder negativo" sin duda refería a uno particularmente agresivo: uno que ya está en fase de metástasis.
El hecho de que la analogía escogida funcionara tan bien lo preocupaba un poco. Le hubiera gustado tratar al niño como un órgano valioso y no como un tumor para este bello cuerpo.
Frente a él, del otro lado del semi círculo, el Director y la Psicóloga discutían en voz baja revisando ellos también los antecedentes. Una mujer de ojos saltones y labios apretados, que miraba siempre demasiado profundo en el interior de las personas pero tenía un talento extraordinario para errar cada una de sus conclusiones. El jefe en cambio, extremadamente certero y mesurado en sus formas y procederes, era hombre de pocas palabras y fría mirada, pero de intensa y sobrecogedora precisión para todo lo que decía. Nunca le había tocado, pero se rumoreaba que ser despedido por él era toda una experiencia.
Un poco más allá, su colega del área de biología dormitaba desganado en su silla. Se imaginó, con algo de consuelo, que él tenía ideas parecidas a las suyas sobre lo que estaba ocurriendo en ese momento y lugar. Las instituciones siempre son un poco como las bandas de música o los escritores; al principio te sorprenden, pero después de que los conoces cada disco o libro nuevo suena igual a los anteriores. Formar parte de un comité escolar es exactamente eso: una novedad sólo para el que es nuevo.
Había en total once personas dentro de la pequeña sala de lectura: el Director, la profesora jefe y la Psicóloga, dos representantes de la Unidad Técnica, dos apoderados (seleccionados finamente por el Centro de Padres), dos profesores (seleccionados finamente por la Unidad Técnica) y dos estudiantes (seleccionados finamente por Inspectoría). Sin embargo, faltaban todavía dos más, con lo que el número total ascendería finalmente a trece: el imputado y la Inspectora general.
Quienes, precisamente, aquí llegan. 

III
ENTRETANTO

Arriba, en el pasillo, sus amigos especulaban en torno a su suerte. ¿Dónde lo tendrán ahora? ¿Qué le habrán dicho? ¿Podrá venir a decirnos algo, necesitará que lo ayudemos? Este es medio bruto, de seguro no tiene idea de cuáles son sus derechos. Yo debería ir y decírselos. ¿Podré defenderlo, representarlo? Después de todo, en la vida real... Pero ¿qué estas hablando? ¡cómo no los va a conocer! Si ya debería estar acostumbrado a estas cosas... No, esto es diferente. ¿Diferente, cómo? Pero si mira nada más... Yo creo que de ésta no logrará escapar.
Dentro de la sala otro profesor hacía esfuerzos vanos por seguir su clase, y más temprano que tarde se rindió. Él también tenía la misma curiosidad que los muchachos. ¿Qué sería del pequeño desastre ahora? Durante toda la mañana no se había hablado de otra cosa.
Su captura había sido particularmente ejemplar. Primero llegó la inspectora y anunció que sabían quién era el responsable, pero no lo miró ni sugirió en forma alguna su identidad. Minutos más tarde entro la profesora jefe (afable e inescrupulosa señora que por antonomasia había pasado a ser "la vieja") y le pidió salir un momento. Ellos, contra la ventana que daba al pasillo, escucharon más o menos sus palabras: no era exactamente un reto, pero tampoco un consuelo. Alguno sugirió, con aguda mirada, que era casi una extremaunción. Mal antecedente para lo que estaba por venir.
Un par de horas más tarde volvieron a la sala, esta vez las dos inspectoras, acompañadas de un alumno más pequeño: un testigo. Entrando sin tocar (forma natural de autoridad en los inspectores, gesto simbólico con el que ponen a los profesores siempre en su lugar), detuvieron al pequeño y asustado muchacho y le hicieron la pregunta sin ninguna discreción. El pequeño, todavía nervioso, levantó la mano y con el dedo apuntó al mismo rincón en donde las dos inspectoras ya tenían posados los ojos. En el fondo, ellas lo sabían. Todos lo sabían.
Ahí fue cuando se lo llevaron, y desde entonces, hacía un par de horas, no habían sabido nada de él. Se rumoreaba que habían convocado a un comité de disciplina, cosa extraña siendo que el caso recién se había conocido días atrás y sólo hoy habían levantado testimonio contra él; pero al parecer la optimización del tiempo, sobre todo en lo que concierne a asuntos irregulares como ése, es un ideal que puede permitirse algunas licencias.
Al otro lado de la sala los que no eran amigos sólo reían, pero comentaban el asunto una y otra vez. Todos los pormenores. Fue tan gracioso... Al final, éso era él: una persona muy graciosa. Claro, se metía en problemas, pero ¡vamos! Nos hace pasar unos ratos maravillosos. Lástima que probablemente ésta sea la última. Bruto será, ¿por qué dejó que lo agarraran? Yo no haría esas cosas si no tuviera santos en la corte. Bueno, los tengo, pero de todas formas no las hago; algunos cartuchos tienen que guardarse para cuando falten, y la vida puede ser muy larga y nunca se sabe.
Dan las doce del día y de pronto una agitación general recorre al curso. Alguien hace una seña e indica hacia el pasillo, y sin pedir permiso salen todos juntos y se asoman por la baranda hacia el primer piso. Allá va: callado y cabizbajo, caminando detrás de la altiva inspectora, rumbo a la biblioteca. Quieren gritar, pero nadie se atreve. Todavía quedan ojos al acecho, el ambiente sigue tenso, el peligro de ser castigados no ha pasado todavía.
Detrás de ellos un profesor grita amenazas, pero se desvanecen. Él también quiere saber qué es lo que va a pasar con el pequeño mequetrefe. Hay una electricidad en el aire, como un mal augurio. Esa situación no es indiferente para ninguno de ellos, todo lo contrario: cualquier cosa que le pase a él le pasará a todos, porque es una forma de hacer real algo que puede pasar. La eficacia de un castigo reside siempre en su virtud de ser ejemplar.

IV
HABEAS CORPUS

La escena que pasaron a representar no bien esa puerta se abrió tenía alguno de cómico y algo de terrible. Había una grotesca desproporción en las dimensiones del espacio, y aunque la sala en sí misma era pequeña, le pareció que la miraba como a través de un lente gran angular, como en aquellas caricaturas de la película de Pink Floyd. El imputado caminaba a pasos pequeños y juntos, como si llevara cadenas en los tobillos. Pensó —¡qué idea más atroz, más horrible!— que quizás sí estaban ahí esas cadenas, pero que sólo entonces, cuando han sido recortadas, es que se notan. ¿Qué otra cosa sino una cadena es lo que ata a alguien a permanecer en un lugar donde no quiere estar?
Se sentó en la silla solitaria que lo esperaba, y la inspectora general fue a ocupar su lugar junto a la Profesora Jefe del niño.
¿Qué iba a pasar ahora? Ninguno de los presentes estaba muy seguro. ¿Debían interrogarlo, o esperar que hablara? ¿Para qué había venido exactamente? ¿Defenderse, o justificarse? ¿Pedir clemencia o perdón, alegar demencia o confesarse?
Él, con el ceño fruncido, se echó hacia atrás y cruzó los brazos. Le intrigaba saber lo que pasaría a continuación.
No hubo preguntas de rigor. Nadie le pidió que hablara; los motivos de aquella reunión, así como la presentación de quién era él y de qué era esto frente a lo cual se lo había sentado, fueron leídos por la inspectora general con voz monótona pero imponente. Luego, otra vez el silencio.
Los miembros de la comisión no fueron presentados; sólo se le dijo a qué estamento escolar pertenecían y por qué era competente su presencia en aquella instancia. El chico miraba de un lado a otro con desconcierto, pero no con temor.
Luego, otra vez el silencio.
¿Sabía lo que estaba pasando, lo que pasaría a continuación? ¿Qué había detrás de ese rostro indiferente? ¿Inocencia o resignación? ¿Estupidez o desafío?
Pasados unos segundos que fueron incómodos, demasiado largos, demasiado vacíos de cualquier intención o propósito, comenzaron las preguntas. Preguntas absurdas, por supuesto; preguntas que sólo admiten una respuesta, preguntas que en modo alguno pueden cambiar el curso prefigurado de las cosas, que de ninguna manera podrían hacer que la decisión tomada fuera abandonada.
Le preguntan, por ejemplo, por qué lo ha hecho. ¿Qué se supone que deba responder el chico? Si dice que no lo sabe, entonces ha sido impulsivo, irresponsable, inmaduro; y el castigo es una forma de enseñarle a no hacer cosas sin pensarlas primero, ergo, gluc. Pero si dice que sí sabe, ¿que razón podría justificar su actuar, qué motivo podría exculparlo? ¿En qué forma la desobediencia puede igualar la obediencia, qué marco legal admite lo que atenta contra él? ¿No es acaso eso lo que excluye un marco legal, su razón de ser y su sentido? Todo lo que diga este pobre niño podrá ser, en lo sucesivo, usado en su contra: las preguntas han sido escogidas para que así sea.
Le dicen luego que el colegio es como su hogar, y le preguntan si acaso trata las cosas de su casa como ha tratado las cosas del colegio. Pero, ¿no es acaso esto también una contradicción? A fin de cuentas, el cuidado de las cosas que son nuestras deriva de nuestra intrínseca capacidad de destruirlas; ¿no es ésa acaso la diferencia entre tener algo y no tenerlo? Decirle a alguien: "esto es tuyo, por lo tanto, no puedes destruirlo" es precisamente quitárselo, hacerlo no-suyo. Cuando uno dice: "Esto es mío: puedo destruirlo si yo quiero. Pero lo quiero, por eso lo cuidaré" es que se apodera libremente de aquello que se le ha entregado (o que se ha ganado). Pero aquí nada es de uno: todo es de todos, por eso nadie puede destruir nada. Pero lo que es de todos, no es de nadie. Después de todo, la propiedad es el robo: decir "esto es mío" es esencialmente lo mismo que decir "esto no es tuyo". La inspectora afirma que el colegio es de todos. Por eso mismo lo ha robado de las manos de todos ellos. La propiedad del colegio está por encima de todas sus libertades. Destruir aquello que no nos pertenece es una forma de apoderarnos de ello. El vandalismo es una liberación.
El niño no dice nada, quizás porque sabe que no tiene nada que decir. Ha comprendido, quizás con una lucidez muy superior a la suya, que todo lo que va a pasar a continuación fue decidido antes de que todo comenzara. Incluso, quizás, antes de que cometiera el acto puntual, la excusa, el detonante. El asesinato de Francisco Fernando, ¿fue la causa o la excusa de la Guerra?
Cada una de las personas en la sala (con excepción de él) dan su opinión. Como pasajes de alguna sagrada escritura recitan el Manual de Convivencia escolar. Una apoderada intenta probarlo more geometrico: con la matrícula se firma un contrato, este contrato, entre otras cosas, regula la conducta. Quien no regula su conducta en conformidad con el contrato rechaza, por tanto, su legitimidad; por lo tanto, niega la matrícula, y la negación de la matrícula es, consecuentemente... ergo, gluc. Uno a uno se van pasando la palabra para presentar la cuestión de una forma distinta, ilustrando sin saberlo eso que dicen los filósofos, que si una afirmación es verdadera entonces debería poder probarse sin más: sólo las mentiras cargan con la prueba.
Entonces resulta que todos en aquella sala cargan con la culpa de estar cometiendo un profundo error, sólo que ninguno quiere confesárselo siquiera a sí mismo. Todos ellos se pasan unos a otros la responsabilidad de hacer algo que, en el fondo, saben que es incorrecto pero que querrían que se hiciera de todas formas. Han llegado a este punto sólo para poder dormir con la consciencia tranquila de que "fue inevitable", que "no había nada más que hacer"; solución políticamente correcta para un acto conveniente pero profundamente anti-ético: rendirse con uno para hacer más sencillo el éxito con los demás. Extirpar el órgano canceroso en lugar salvarlo. Quitar la manzana podrida del frutero.
La caza de brujas es un acto de redención colectivo.
Dicen que los antiguos hebreos tenían un rito curioso: una vez al año tomaban dos corderos, uno blanco y otro negro. El blanco era cubierto de bendiciones, de oraciones y de flores, mientras que al negro se lo maldecía, se le imprecaba y se le hacía portador de todas las culpas y desgracias. Al final del día, el negro se liberaba en el desierto y al blanco se lo sacrificaba. Aquí pasaba algo parecido, pero a medias: no había cordero blanco, lo que dejaba la ecuación profundamente desbalanceada.
No han pasado más de veinte minutos y todo parece estar terminando. Las respuestas del imputado han sido monosilábicas, temblorosas, sin ánimo ni esperanza. Los demás en cambio tienen todos la dulce sensación de que han hecho lo correcto: que han logrado probar, por encima de toda duda, que lo que está a punto de pasar es necesario, es deseable y es bueno. Todo está a punto de terminar.
— Profesor — le pregunta de pronto el Director — ¿tiene algo que agregar?
Todas las miradas se vuelven en ese momento sobre él, incluso la del joven en el centro.
¿Qué es lo que va a pasar ahora?
Podría seguir con el ejemplo de todos los demás presentes y responder con una mentira. Estuvo a punto de hacerlo, pero algo lo frenó. Si ya está todo decidido, si ya es todo tan inevitable como parece ser, ¿qué más da jugar un poco? Apenas para ver qué pasa. Apenas para no tener que subir tan pronto a retomar la clase que dejó pendiente. ¿Qué más podía pasar, si todo estaba ya decidido?

V
EL EXABRUPTO

Todavía echado hacia atrás y con los brazos cruzados, todavía con el ceño fruncido, carraspeó y luego de una pausa dijo:
— Yo me pregunto: ¿estamos educando... en libertad o para la libertad?
Algo se quebró con la pregunta. Los cuerpos, como alcanzados por una descarga eléctrica, se remecieron en sus asientos. Ninguno de los presentes sabía muy bien qué hacer ahora. El Director estaba desconcertado. Los demás también.
Como nadie respondió de inmediato, se tomó la libertad de continuar.
— A qué me refiero: hemos conversado muchas veces que el colegio no es una cárcel, ¿no? Sino más bien un lugar donde los niños vienen y aprenden ¡no sólo! matemáticas, lenguaje, historia... ¿no? Sino que además aprenden valores, disciplina, en fin: a ser buenos ciudadanos. En mis tiempos se decía "urbanidad". Y uno de los valores que, supuestamente, como sociedad más, valga la redundancia, valoramos es el de la libertad. ¡Es más! Lo consideramos más que un valor, un derecho. Entonces este chico tiene el derecho de ser libre, y estamos todos de acuerdo en que ser libre no significa hacer lo que uno quiera: por eso debe aprender a ser libre. Ese es el sentido de todo lo que hacemos, ¿no? Bueno, mi pregunta es: este chico, o cualquiera de sus compañeros: ¿es libre? ¿Lo estamos educando en su libertad? ¿o lo estamos educando para que sea libre después, cuando crezca, salga o lo que se quiera?
Esta nueva intervención no fue recibida con menos desconcierto que la segunda. Al acabar le empezaron a temblar un poco las manos, por lo que se cruzó de brazos y se sentó ladeado en la silla, para simular tranquilidad.
Los demás presentes se miraron entre sí moviendo sólo los ojos. El muchacho frente a él era el único que lo miraba directamente, con unos ojos grandes y curiosos.
El Director estaba algo avergonzado y descolocado por la situación. Pero esta vergüenza se transformó rápida y naturalmente en enfado.
— Es una cuestión interesante, y habrá oportunidades para discutirlas. Pero el tema en esta ocasión...
— No puede ser más pertinente el tema a esta ocasión — le interrumpió, y pudo notar cómo el tinte rojizo inundaba el cuello y las mejillas de su jefe. Intentó ignorarlo, y continuó hablándole a la audiencia — lo que estamos discutiendo aquí tiene todo que ver con esto, porque no estamos discutiendo si expulsar — la palabra causó un pequeño revuelo, ya que nadie la había usado todavía. Incluso el imputado, que lo sabía bien desde antes de entrar allí, dió un respingo cuando la escuchó — a este chico por sus notas sino por su conducta, y la conducta tiene que ver precisamente con la formación valórica y conductual, no intelectual.
— Precisamente — dijo la profesora jefe del muchacho, quien en toda la audiencia se había comportado como la más férrea opositora a su exoneración — es un tema conductual, y para estos casos existe un reglamento, y ese reglamento...
— Dice que para estos casos la sanción máxima es la expulsión — volvió a interrumpir — el punto es que si se trataba sólo de hacer cumplir el reglamento escolar, ¿qué sentido tiene armar un comité? Yo entiendo que estamos aquí para asesorar al Director — le hizo una reverencia con la cabeza que no fue bien recibida — en tomar una decisión delicada; desde el momento en que esta instancia es convocada se asume que el solo cumplimiento del reglamento no es suficiente.
El argumento al parecer tuvo bastante fuerza en los presentes, porque ninguno replicó. A sus palabras siguió un silencio empalagoso. Los apoderados miraron disimuladamente la hora. La psicóloga, asumiendo que el profesor había logrado instalar el tema, le preguntó con voz serena:
— ¿Y qué diferencia siente que usted que hay, profesor, entre educar "en" y "para" la libertad — marcó las comillas con los dedos — que sea significativa en este caso?
— Gracias — repuso él, contento de que le concendieran el punto — Que precisamente, tenemos este acto, esta "travesura", por llamarla de alguna forma, ¿no? — una apoderada le interrumpió en este punto:
— Yo no la llamaría sencillamente "travesura", es un acto de vandalismo... — y miró con los ojos bien abiertos a los demás, esperando su aprobación. Algunos de los presentes asintieron con la cabeza. Él, sin embargo, no permitió que le desviaran el tema:
— Como queramos llamarle, sabemos exactamente lo que fue. Bueno, la pregunta es: ¿era él libre de hacerlo? ¿O acaso lo será después, más adelante, cuando nos aseguremos de que ya no quiera hacerlo? Fíjense bien en lo que estoy preguntándoles, porque es una diferencia radical: ¿qué es exactamente lo que se espera de nosotros aquí? ¿Castigar o corregir?
— El castigo es una forma de corregir... — empezó el Director, pero nuevamente fue interrumpido:
— Es que no necesariamente — y se apresuró a agregar — porque el castigo se supone que es una retribución justa para alguien que viola una ley que previamente se había comprometido a respetar; mientras que una corrección es pedagógica: tú corriges a una persona que se equivoca en hacer algo que todavía no sabe hacer bien.
— Ya, ¿y...? — El Director se inclió un poco hacia adelante, y la Psicóloga le hizo un gesto con la mano sugiriéndole que no perdiera los estribos.
— Y... — miró a los demás, para no ponerse nervioso con la mirada sulfúrica de su jefe — el asunto es que la corrección implica necesariamente una segunda oportunidad, no así el castigo. Por lo tanto, una expulsión es un castigo.
— ¡Convenido! Lo estamos castigando entonces...
— Pero, ¿castigando por qué? ¿Se da cuenta? A eso es a lo que yo voy — esta vez lo miró fijamente a los ojos, y se echó hacia adelante en la silla. Le temblaban un poco las manos, por lo que las usó para gesticular — Si este niño es libre, entonces nosotros debemos enseñarle a usar responsablemente esa libertad: debemos corregirlo, no castigarlo. La posición contraria es sumamente contradictoria: si lo castigamos, entonces lo vemos como un sujeto de derechos: una persona que tuvo la libertad primero de aceptar un contrato, que es el marco de convivencia del colegio, y luego que libremente violó ese contrato; pero al castigarlo, a la vez le estamos quitando esa libertad, se la estamos negando: porque si el castigo lógico para su travesura es la expulsión, entonces esa travesura, o acto vandálico o lo que se quiera es algo que él no puede hacer, porque no puede ser corregido.
— Pero esta no es la primera vez, y ya le hemos dado suficientes oportunidades — dijo la profesora jefe.
— Pero, ¿cuántas son suficientes? ¿Quién lo determinará? Algunos niños no hacen un destrozo en toda su vida escolar...
— Como yo — dijo el niño junto a él.
— Te felicito — le respondió sin mirarlo, y luego continuó — pero hay otros que no, hay algunos que se equivocan, o que nosotros consideramos que se equivocan, y ¿no es nuestra responsabilidad ayudarlos a ellos también?
— Me parece justo el reclamo — le concedió su colega del otro lado de la sala — pero pienso que el límite de las oportunidades lo pone el contexto... ¡Vamos! Tú sabes que algunos no van a aprender, por muchas oportunidades que les des.
— Yo no puedo saberlo — el último comentario cayó bastante mal entre los presentes. Sus rostros acusaron una voz de alarma extraña; se había dicho algo que de una u otra forma todos pensaban, pero que se habían esforzado por evitar transparentar.
— Dice usted, profesor — intervino la apoderada — que no es un castigo porque no hay contrato. Pero resulta que sí hay contrato: lo firmamos todos los papás a principio de año, cuando firmamos la matricula.
Otra vez hubo asentimiento general, principalmente del otro apoderado presente. Otra vez, el argumento euclidiano.
— Entonces no es a él a quien vamos a expulsar sino... ¿a sus padres?
— No, a él; es un menor de edad, y los padres responden por él. Sinceramente, profesor, me extraña esto que está haciendo. No veo por qué dilata tanto la decisión con esta... ¿filosofía?
— Yo no estoy dilatando nada. Soy parte de este comité, y si se supone que estamos aquí para dar nuestra opinión acerca de este caso, entonces les voy a compartir mi sentir respecto a él: no creo que debamos expulsar a este chico. — Sintió, con algo de vergüenza, que se sonrojaba. Continuó — Es más, les voy a decir que me hace sentir profundamente mal expulsarlo. Moralmente mal. Creo que es algo incorrecto.
— Bueno, parece que no tenemos un acuerdo entonces — dijo el Director frotándose las manos y levantando el volumen de su voz, para recuperar su rol de anfitrión — y este tema demorará un poco más de lo que pensamos.
— ¿Cuánto pensó usted que demoraría? — dijo él subiendo también un poco su voz, resistiéndose a perder la posición que había logrado conseguir — Porque tengo entendido que él se enteró hoy por la mañana de que lo "habían pillado" — el niño asintió con la cabeza —, pero a nosotros nos llegó la invitación... ¿Ayer? ¿Antes de ayer?
— Profesor — le dijo el Director, esta vez mucho más agresivo — sea muy cuidadoso con lo que va a decir.
— Lo menos que quiero es parecer impertinente, y por favor discúlpenme si se malinterpretó lo que acabo de decir. Quiero decir que instancias como ésta no deben ser trámites excepcionales — hizo un excurso para dirigirse directamente al apoderado que todavía no hablaba — ¿Puede dejar de mirar su teléfono? ¿Tiene mucha prisa?
— De hecho sí, un poco — dijo él desafiante.
— A esto me refiero — volvió a hablar al auditorio, señalando lo más respetuosamente posible al padre con la mano — Esta instancia no es un trámite excepcional, es de hecho una de las más importantes que tiene el colegio. Siempre nos reunimos para premiar a los niños "buenos" — marcó las comillas con los dedos — y para castigar, sí, castigar no corregir, a los niños "malos" — otra vez —, cuando en realidad nuestro trabajo debería ser así con todos los chicos...
— Me parece admirable su pasión, profesor — le interrumpió la Psicóloga — y su visión de la educación también. Pero debe tener a la vista, y usted como profesor de matemática imagino que lo comprenderá muy bien, que no tenemos la capacidad para ver a todos los chicos. Son, sencillamente, demasiados. ¿Se imagina si tuviéramos todos los días una reunión como ésta? Corrígame si me equivoco, pero me parece que necesitaríamos dos años para entrevistar recién una vez a todos los niños.
— Sí, de acuerdo — replicó él, algo molesto por el comentario — y por supuesto que no apunto a una ingenuidad como la que usted sugiere. Yo voy a un tema más de fondo, que no tiene que ver con ver la educación de una forma muy distinta, sino que tiene que ver con un tema ético, a mi parecer — su colega del otro lado asintió con la cabeza, respetuoso — y es el siguiente: cada vez que nos preocupamos por ellos, cada vez que les prestamos atención, es cuando no hacen lo que se supone que deberían hacer. Les vuelvo a hacer la pregunta: ¿estamos educando para la libertad, o en libertad? Creo que estamos errando el punto medio-medio. En estas condiciones, no creo que estemos educando ni para la libertad, ni en la libertad.
— Me parece sumamente irresponsable lo que está diciendo, profesor — volvió a decir la apoderada, que habia adoptada una expresión de profundo malestar — dijo usted hace un rato que estos niños no han aprendido a ser libres, y que hay que enseñarles para que sepan hacerlo. Pero usted parece preferir lo contrario: que hagan lo que quieran, y que el colegio tenga que... ¿arreglar tranquilamente todo lo que hace? Uno en la casa, cuando el niño se comporta mal, se lo disciplina. Usted dice que los niños hay que educarlos en la libertad. Yo creo que no, una como madre — enfatizó esta última palabra con un ligero realce de voz — sabe que los niños no pueden simplemente dejarse solos. El colegio también lo sabe, y si no lo sabe, creo que es bueno que lo sepa y que haga lo mismo: es lo que esperamos, ¿no? — aprobaciones con la cabeza desde la gradería — sí, porque es la forma correcta de educarlos. Yo creo que los niños no deben ser educados en libertad, sino para la libertad, como dice usted.
— ¿Y cuándo se supone que empieza a ser libre entonces? — ahora el que preguntó fue el profesor que estaba junto a ella.
— Pues — fue violenta en la respuesta, como si la pregunta hubiera sido igualmente agresiva, aunque no lo fue — cuando salen del colegio, ¡es claro! Cuando ya son hombres y mujeres hechas y derechas, y ya son capaces de hacerse cargo de su libertad. Ahí es cuando la consiguen.
Una sombra de malestar recorrió los rostros de todos los demás presentes ante ese comentario. Los dos alumnos sentados entre el comité se echaron un poco hacia atrás, sorprendidos, pues aunque entendían poco lo que estaba pasando, eso último lo habían entendido demasiado bien.
— O sea, usted estaría de acuerdo con la distinción entre súbdito y ciudadano — le dijo el profesor de matemática.
— ¿Perdone? Yo... — la mujer, evidentemente cada vez más a la defensiva, se inclinó amenazadora hacia él — ...no he dicho en ningún momento...
— No se asuste. No digo "súbdito" en peyorativo, señora. Algunos teóricos de la política y filósofos hacen la distinción entre el Súbdito, que es la persona que vive dentro de un Estado, y el Ciudadano, que es aquél que tiene derechos. En general los niños (y en algunas sociedades las mujeres, los negros o los extranjeros, pero entiéndase que no estoy queriendo significar algo así) son vistos como súbditos. Personas que sólo tienen deberes o, si se quiere, sólo aplican para ellos leyes restrictivas, mientras que en algún momento, cuando se vuelven Ciudadanos, adquieren sus Derechos participativos y de permisibilidad.
— ¡Pero claro que no! Los niños tienen derechos, obviamente...
— Pero usted les priva de su libertad.
— De un tipo de libertad. De la libertad de hacer lo que quieran.
— Señora mía, ¿usted se siente libre de hacer lo que quiera? Yo dudo que alguien en esta sociedad, o en cualquier otra, tenga esa libertad.
— No se burle de mí, profesor — empezaba a sentirse ofendida, subestimada, y eso la ponía de peor humor — Por supuesto que nosotros no podemos hacer lo que queramos, pero porque sabemos lo que nos pasará si lo hacemos. Conocemos el castigo, y decidimos no romper la ley.
— Y si alguien no entiende, o no alcanza a comprender el alcance de ese castigo, ¿qué pasa entonces con su libre decisión de romper o no la regla?
— Sí, pero ya sé lo que quiere decirme, quiere que le diga que este chico no debería ser castigado. Pero es que eso aplica para nosotros, que somos libres, no para ellos, que ¡ojo! todavía no son libres...
— O sea, súbditos y ciudadanos.
— Si usted prefiere decirlo así.
— Es que eso es lo que es — respondió divertido.
— Bueno, que así sea entonces. ¿Cuál es el problema?
— No, ninguno. De hecho, hay muchos filósofos y políticos que estarían de acuerdo con usted. Hitler, por ejemplo.
En ese punto el Director se enfadó. Golpeando la mesa, se levantó y dijo:
— Ya es suficiente. Este circo se ha alargado demasiado. Profesor, gracias por su aporte, pero me parece que cuando empezamos a hablar payasadas es momento de cortar las cosas y seguir adelante. Usted lo dijo: este comité no está para juzgar ni para decidir, está para asesorar al Director, y me parece que ya me han asesorado lo suficiente. Señores: les agradezco a todos su tiempo para participar de esta instancia — hizo callar a la Psicóloga con un gesto de su mano, y al profesor de matemática con una mirada asesina. Los apoderados y los representantes de UTP se habían comenzado a levantar — y en cuanto a usted — se dirigió al alumno — lo espero más tarde en mi oficina, para que tengamos una última conversación.

VI
OLIM LACUS COLUERAM
(también: EL EMILIO ENCADENADO)

No terminaba de decidir si esa última puerta que se abriría en breve ante él era la del Jefe final, o acaso sólo se trataba de la animación que viene después de que el juego ya ha terminado. En la pequeña placa de metal bañado decía: Director general, pero era como si dijera: Game Over. Estaba cercano a saberlo.
Iba a tocar, pero prefirió al final contenerse. Después de todo, sabía a la perfección que su presencia no era desconocida por el dragón escupe-fuego que dormía dentro de aquel castillo.
Como respondiendo a sus pensamientos, cosa espantosa porque significaría que podía leer la mente —el más peligroso superpoder en las peores manos— la puerta se abrió. El rostro aún descompuesto del Director lo recibió, pero no se desgastó en formalidades de saludo. Simplemente le hizo un gesto con la cabeza y de inmediato volvió a su sillón de escritorio, tras decirle con voz cortante: pasa.
Entró con timidez, repasando una y otra vez cómo hablaría y todavía indeciso en torno a qué diría. ¿Debía pedir disculpas? ¿Podía reconocer que había sido una mala decisión, un acto apresurado, inmaduro, y rogar por que lo perdonaran? Se sentó respetuosamente en la silla frente al enorme escritorio y esperó.
El Director no lo atendió de inmediato. Sentado frente al computador, se tomó la libertad de terminar de leer lo que estaba revisando, anotar algunas entradas en su agenda y revisar su correo. Trabajaba como si estuviera todavía solo, moviendo los ojos por encima sólo de sus cosas, como si más allá no hubiera nada. Así fueron pasando los minutos.
Volvió a sentirse pequeño, estúpido y prescindible, igual que la primera vez que estuvo en esa oficina. Las palabras del Director lo tomaron por sorpresa cuando habló, porque la ventana había conseguido distraerlo.
— Bueno, creo que ya viste y escuchaste suficiente — lo miró por fin, dejando a un lado sus cosas y entrelazando sus dedos frente a su nariz — y creo también que como persona inteligente, sabes lo que va a pasar ahora.
Abrió la boca, pero no alcanzó a articular palabra.
— No — se giró en la silla y se levantó. Comenzó a caminar con las manos en la espalda — Los espacios para conversar estas cosas ya fueron. Hemos tenido, de hecho, muchas conversaciones al respecto. Tu sistemática falta de disciplina es lo que te ha traído hasta aquí; esto ha sido todo tu responsabilidad. ¿No era eso lo que querías?
No supo qué responder.
— Quiero... — su voz de pronto se quebró, como si empezara a flaquear en su papel — ...quiero que entiendas que esto no es personal. Las instituciones son... cosas macabras. Tú piensas que yo estoy en la cima. Pues no es así: encima mío hay otros, y otros más encima de ellos. Cada uno cubierto por un manto de anonimato, de invulnerabilidad. Son los "esto" y los "aquello" que día tras día tiene que hacerse. ¿Estamos aquí para educar o para castigar? ¿Por qué enseñamos tantas cosas que no les sirven? ¿Por qué no evaluamos si aprendieron o no? ¿Por qué calificamos su desempeño en ejercicios de memoria? ¿Qué somos, al final? A veces me pregunto si no estaremos aquí sólo para retenerlos. Me gustaría hacer un día el experimento: dejar de enseñarles cosas. Encerrarlos con llave en sus salas, darles drogas a todos, sentarlos en sus asientos y hacerlos repetir una tarea circular y sin sentido. ¿Qué dirán de nosotros cuando nos vengan a ver y vean que no hay niños en los pasillos y que dentro de sus salas están todos sentados en su lugar con la cabeza inclinada sobre el escritorio? En una de esas nos ganamos las subvenciones que necesitamos. ¿Quién sabe? Hay palabras que escuchas por primera y última vez en el colegio; la vida nunca te las pide. No creo que te hayas dado cuenta, pero tú y yo tenemos mucho en común: estamos profundamente inconformes con la forma en que se hacen las cosas. Es más: tenemos una idea de cómo podría mejorar. Y aun así, venimos y nos callamos y nos portamos bien. Es que hemos pasado por esto, ¿verdad? ¿Tú sabes cómo se ata a los elefantes en los circos?
No respondió.
— A los elefantes grandes los atan con una soga delgada de una sola pata. ¡Es increíble! ¿Porqué el elefante no se zafa, no huye? Para tú entenderlo debes mirar a los elefantes pequeños. ¿Cómo los atan a ellos? Con una gruesa cadena. Ocurre que elefante forcejea sólo una vez. Luego aprende que la cadena no se puede romper, y se rinde. No ve el tamaño que adquiere su cuerpo, no ve la fuerza que gana cuando crece; no nota que las ataduras son cada vez menos, cada vez más débiles. Así es: aprende a quedarse quieto, para siempre. Y yo ahora te pregunto: ¿es libre el elefante? Sin duda que lo es; en un sentido. Porque en el otro, no. La cadena de acero sólo puede ser reemplazada por la soga una vez que has logrado instalarla dentro de su cabeza. Eso es lo que estamos haciendo aquí: les enseñamos a abandonar libremente su propia libertad. Les mostramos que es conveniente hacerlo, y esperamos que se conviertan en eso — indicó con la mano en una dirección indeterminada — en un apoderado, hipócrita y contradictorio, porque sabe que odió el colegio cuando pasó por él, pero también sabe que al final perdió y terminó diciendo lo mismo que le dijeron en su momento sus mayores: que es un paso necesario para la vida. Incluso llegó a tener buenos recuerdos de él, maravillosa gimnasia mental que ante el peligro nos salva de la locura. Y envía a su hijo amado, a su pequeño, inocente y libre pequeño retoño, de vuelta al aula. ¡Pero qué buen trabajo estamos haciendo! Una máquina que se reproduce a sí misma. Obediencia y disciplina: ¿qué es eso? condiciones del dominado. Somos los adiestradores tras bambalinas del circo del mundo.
Se volvió a sentar y lo miró fijamente.
— ¿Qué voy a hacer contigo ahora? Escuchaste demasiado, viste demasiado. ¿Puedo dejarte ir, así como así? Tal vez, después de todo, ¿quién te creería que acabas de escuchar lo que acabas de escuchar? ¡Sólo mírate! ¡Estás ahí pasmado, sin hacer ni decir nada! Tú pensaste: "Aquí viene otra vez el discurso de la disciplina y la obediencia, de los valores y de lo importante que es cuidar lo que es de todos y de respetar las autoridades" y toda esa mierda. Pero no: tocaste a la puerta, y se te concedió entrar al lugar donde nadie debía nunca entrar. Has obtenido lo que querías: saber lo que pienso. Esto es lo que pienso. Ya ves: no eres ni más inteligente ni más libre ni más consciente que yo. Eres sólo un mocoso con delirios de grandeza. Eso es lo que eres.
Abrió uno de los cajones de su escritorio, y extrajo un revólver. Sin un sólo temblor en sus manos, lo apuntó hacia la persona que tenía delante.
— Ahora me pregunto: ¿qué debo hacer contigo? Te miro y siento que te odio. Y te he dicho cosas que por años temí alguna vez decirle a alguien. Ahora, además de odiarte, siento que te temo. Es una mala mezcla. Preferiría que no siguieras con vida. ¿Puedo matarte? — su mano empezó a temblar, pero no dejó de apuntar directamente a su interlocutor — ¿Soy libre de hacerlo? Por favor, tú dime. Por favor, enséñame lo que tengo que hacer.
A sus palabras siguieron segundos incómodos. Aunque estaba petrificado, logré levantarme al fin, lentamente de la silla, y estirar los brazos hacia adelante. Sus ojos se habían llenado de lágrimas, y el temblor que había comenzado en su mano se extendía por todo su cuerpo. Con cautela, siempre mirándole a los ojos, puse mi mano sobre el revólver y con un giro lento y cuidadoso logré hacer que lo soltara.
Desprenderse del arma lo desarmó. Su sillón se fue hacia atrás, y él cayó pesadamente al suelo, de rodillas. Había comenzado a llorar.
Preocupado, dejé rápidamente el arma sobre el escritorio y luego lo rodeé rápidamente para recogerlo. Me senté en el suelo y lo abracé firmemente. Él, con sus brazos sin fuerzas, intentó corresponderme el gesto. Al final, rendido, se ovilló como un animal pequeño entre mis piernas cruzadas y lloró desconsoladamente.
El espectáculo de su derrumbe había sido hermoso a la vez que terrible. Este hombre mayor, firme y derecho, se había desplomado como una torre fulminada por un rayo. Como un ladrillo pulverizado, había ensayado un agujero en el muro cerrado, dejando mirar del otro lado la verdad que las instituciones ocultaban. Sus palabras eran lo realmente peligroso. ¿Porqué las pronunció? Era él quien se había dado sentencia de muerte, como el juego donde el que dice la palabra secreta pierde. Momentos atrás no me apuntaba a mí con ese revolver, se apuntaba a sí mismo. Solo en su despacho, pensando en el niño al que había expulsado y el profesor al que despidió, se dio cuenta de los verdaderos hilos que lo habían movido. Después de todo, ¿no era cierto todo el excurso sobre la libertad que tanto le había molestado en un principio? ¡Sí, sí, sí! Enseñar en la libertad era su tarea, pero él enseñaba para todo lo contrario: renunciar —libremente— a la libertad. Allí, con el rostro colorado, con los brazos sobre la alfombra de su despacho y el cuerpo cargado pesadamente sobre el mío, se dio cuenta del error que lo había llevado hasta allí: que el respeto a las instituciones es siempre el desprecio por uno mismo. Se sintió débil e impotente, porque cuanto más lo pensaba mayores eran sus ánimos para cambiarlo, y más profunda era su comprensión de lo imposible que era. La institución, en definitiva, ha sido pensada así: no puede venirse abajo por el capricho, la iluminación o la locura de alguno de sus componentes, por mucho poder o autoridad que tenga.

— Tal vez es cierto que los dopaste a todos — le dije — y que los pusiste a hacer tareas sin sentido delante de un pupitre. Les colocaste grilletes en los tobillos a los más pequeños, y ahora los más grandes mantienen sus pies juntos debajo de la silla, sin miedo y sin esperanza. Les diste todas las respuestas para que no se hicieran más preguntas. Les sacaste los ojos, les cortaste los pulgares, los conservas en grupos de a tres o de a cuatro sumergidos en tinajas de formol almacenadas una junto a la otra en esta enorme bodega de barrotes y cañerías. Les quitaste el amor por la lectura con todos esos libros insípidos escritos por eunucos imbéciles; les extirpaste el gusto por la música y las artes con tus dinámicas burdas y repetitivas, con tus estándares y tus métodos sin alma. Los pusiste en contra de las matemáticas y de la historia con todos tus cálculos inservibles y tus efemérides fascistas: les mostraste las flores en ilustraciones fotocopiadas, les quisiste explicar el movimiento de los planetas mirando la proyección de una transparencia. Enfermaron en las mazmorras donde los recluiste y luego los sacaste a la vida para que murieran, como una tortura de sombras y luces intensas. Les diste razones para odiarte. Ahora mírate, eres un pequeño en los brazos de una nodriza, de una persona que realmente no siente ningún interés por ti pero que te cuida porque para eso le han pagado. ¿Puedes sentir lo fingido que es mi amor? Cuando suene el timbre te volveré a abandonar, y tendrás que quedarte solo en este despacho alfombrado y tapizado de diplomas que garantizan tu competencia en una actividad en la que ya no crees. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Recoger el revólver y ponértelo dentro de la boca, borrarte de los errores que no tienes fuerzas para corregir? ¿O acaso te arreglarás la corbata, te meterás la camisa dentro del pantalón y volverás a sentarte, derecho, para recibir al niño y a sus padres que tienen cita contigo en un par de minutos? Tú dime lo que vas a hacer.
— Voy a hacer lo correcto.
Llaman a la puerta. Es hora.
Lo que pasó a continuación fue lo esperable, ni más ni menos. Su cuerpo se descompuso y se doblegó por el olor, como una forma de advertirle que lo que había pasado allí era completamente ajeno a la vida. Si uno come para alimentarse y el alimento nos mantiene vivos, vomitar es un poco como morirse, ¿no?
Porque no bien el chico entró, cayó de rodillas y vomitó. 
— Está nervioso — intentó excusarlo su padre, corriendo a asistirlo — ¡Rayos! Su alfombra...
— No se preocupe — dijo el Director, levantándose rápidamente de su asiento y yendo a paso ágil hacia la puerta — deme un momento, veré si le pueden traer un vaso de agua.
— Gracias — dijo la madre, dirigiéndole una calurosa sonrisa.