martes, 5 de abril de 2016

Vencedor

Cuando la policía entró al edificio lo encontraron de pie y con las manos en alto, casi como si los esperara. El proceso fue rápido y eficiente, como todo lo que hacían. Hubo un desorden general que dejó indicios de una búsqueda que nunca se realizó. Se voltearon cajones que no fueron revisados. Se abrieron cajas, se ensayaron escondites en las paredes que nunca fueron registrados. Quedó una nota pegada en la puerta, astillas de muebles que nunca fueron destruidos y olor a pólvora de armas que nunca se dispararon. Los curiosos hablaron de forcejeos que nunca ocurrieron.
Lo trasladaron en el más completo secreto a una mazmorra donde sería interrogado durante veinte días y veinte noches antes de ser ejecutado. Su interrogador pidió detalles de cosas que no les interesaba saber en lo más mínimo: biografías de personajes muertos, referencias a libros perdidos, nombres de pistas en álbumes de música que nadie escuchaba. Él recordaba todo con una claridad prístina, como si lo tuviera delante de sí en el momento que hablaba. Fue presionado para describir su vida en los aspectos más insignificantes: frecuencia de sus idas al baño, de sus hábitos alimenticios, de los lugares en los que conseguía ropa. Se le entregaron objetos que él en su vida había visto, pero confesó haberlos utilizado todos: armas, joyas, juguetes, piezas de ortopedia. Fingió con descaro haber conocido a los personajes más inverosímiles, desde figuras eminentes de las altas esferas políticas hasta comerciantes clandestinos venidos de las regiones más extraordinarias del mundo.
Su reclusión fue, por decir lo menos, irregular. Se intentó no darle de comer, pero descubrieron durante los interrogatorios que había descubierto cómo vivir sin alimentos. Se intentó suspenderle el sueño, pero descubrieron que descansaba con los ojos abiertos. Se intentó someterlo a trabajos forzados, pero su cuerpo era resistente como una montaña y sus músculos apenas se fatigaban con horas y horas de trabajos que a otros hubieran extenuado en minutos. Lo pusieron a merced de las inclemencias del invierno y a las temperaturas abrasadoras de sus hornos subterráneos, pero su piel respondía con la tolerancia perfecta de miles de horas de entrenamiento. Lo pusieron de cabeza, pero apenas consiguieron ruborizarlo. Lo suspendieron de una cuerda, pero colgó con la gracilidad de una hoja atrapada en una tela de araña. Finalmente lo encerraron en una habitación sin ventanas, más para ocultarlo que para castigarlo.
Su cuerpo se descompuso como el de cualquier mortal. La vida se apagó en sus ojos como en los ojos de cualquier otro. Su pulso no siguió avanzando más de lo esperado. El crecimiento de sus uñas y su cabello se detuvo en el tiempo debido. A los seis meses había tanto de él como de cualquier otro. Borrar su rastro fue como borrar el de cualquiera.
No fue lo mismo con su sonrisa. Aun mucho después de su ejecución, ninguno de los presentes fue capaz de borrarla. Quemaron su rostro sin éxito. Mutilaron sus labios, arrancaron sus dientes, pero nada la hizo desaparecer.
Desde ese día, la policía dispara con los ojos cerrados.

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