miércoles, 5 de julio de 2017

El Espectador

El nivel 17 es el único con aire acondicionado. Subo aquí por las tardes, cuando termino mis labores en los pisos inferiores, y me siento en esta habitación tibia a contemplar el ocaso detrás de un horizonte curvo que se deja adivinar detrás del mar de nubes que se extiende a mi alrededor.
Afuera hace menos de cuarenta grados centígrados, pero en este nivel nada permite adivinarlo. Los vientos son de más de doscientos kilómetros por hora, pero el avance de las manadas blancas es lento y pesado, como si tuvieran sueño y poca prisa. El sol también se ve cansado, el cielo se tiñe lentamente de negro, se salpica de estrellas como mejilla adolescente. Pronto ya caerá la noche.
En este nivel, a diferencia de los demás, sólo hay una silla y el pilar de acero por el que atraviesa el ascensor. Todo lo demás es el ventanal redondo, el techo de poca altura y el piso perfectamente lustrado.
Aquí no hay sonido de máquinas, ni poleas ni consolas silbantes. Aquí todo es un silencio sepulcral, apenas acompañado por los tranquilos vaivenes de mi respiración. Este es el único lugar del enorme complejo, el único momento en mi ajustado horario, en el que tengo un par de horas para pensar.
Me habían explicado que sería un trabajo solitario cuando me seleccionaron para esta misión. Pero nadie está realmente preparado para estar solo. Le he puesto nombre a las puertas, a las válvulas, a los medidores de condensación. Los saludo al entrar, me despido al salir, pero no es lo mismo. Porque no responden.
Cuando me dieron el puesto, era el más calificado para él. Tenía todos los estudios, dominaba todas las habilidades, había repasado sobradamente toda la documentación. Pero nadie me abrió la cabeza para mirar mi ánimo, nadie me hizo preguntas o me pidió que dibujara caras, personas, situaciones. Nadie podía predecir que quizás yo, el más apto, era también el más débil de todos los postulantes.
Los primeros meses fueron sencillos, por supuesto. Mis labores son sumamente rutinarias, en realidad la instalación casi no necesita intervención humana. Ellos, allá abajo, saben lo que hacen, y ella acá arriba sabe cómo tiene que responder. Yo nada más ajusto las cosas para que esa eficiencia no se tope con errores imprevistos.
En esos días tenía tiempo de sobra para mí, y me lo venía a gastar aquí, delante de este enorme ventanal perfectamente transparente desde el cual podía ver la puesta de sol antes de la puesta del sol. La primera semana hice unos bocetos en un cuaderno de croquis, dibujos que pensaba enviarle. Esperanza vacua, y yo lo sabía, porque nunca iba a salir de aquí. Pero en ese tiempo la idea no era triste, apenas espeluznante, sólo quizás una pequeña molestia en un futuro que, por lo que se dejaba entrever, nunca dejaría de tener mucho más grandes ventajas.
Hace mucho tiempo que dejé de hacer dibujos. Los últimos están por ahí, encima de las consolas, pegados en las paredes o tapando alguna gotera. En la pared del ascensor queda un pedazo mohoso del último que hice. Su cara. O lo que recuerdo de ella.
Indiferente, la plataforma gira lentamente, me obliga a mover la silla cada media hora, para no perderme el oeste. No sé sobre qué parte del planeta estoy en este momento. No sé si alguien se acuerda de mí, o si la estación sigue sirviendo para lo que fue puesta aquí arriba. Cuando mi ejecutante me estrechó de manos ese día, antes de subir aquí, me dijo con una mueca en el rostro que aquella sería la última vez que oyera otra voz humana. A fuerza de extrañar, la mía cada día suena un poco más parecida a la suya. O a la de ella.
Hay noches en las que sueño con pasos y risas, y despierto sobresaltado y me levanto a ver si por fortuna es cierto que hay alguien más en este enorme edificio volador; más con esperanza que con miedo, pero también con tristeza, porque cada vez sueño más seguido con ellas, y cada vez que despierto a la mañana siguiente y recuerdo lo sucedido caigo en la cuenta de que no hay fantasmas sino que el fantasma soy yo, y uno que se empeña en no desaparecer del todo. Puedo abrir puertas y cerrar válvulas, limpiar el piso del nivel 17 y desengrasar los pistones del motor automático del ascensor, y aun así nadie notará mi actividad. Nadie más que yo, un fantasma asustándose a sí mismo para recordarse que existe.
Mis horas de sueño están cronometradas cuidadosamente, de acuerdo al entrenamiento. Estoy preparado para atender cualquier tipo de emergencia, incluso si de mí mismo se tratara. Nunca me han faltado las piezas, nunca he necesitado repuestos. Pero sé dónde están, sé cómo improvisar soluciones parches por si alguna de las secciones de la maquinaria se avería. Tales son mis descollantes habilidades, tales eran mis talentos únicos, los que me hacían el más capaz, el mejor, el óptimo para la labor. Cuando supe que me habían escogido, no cabía en mí; fue la mayor alegría de mi vida.
Me pregunto si todavía miran al cielo y se preguntan por mí. Si saben lo que hacemos aquí arriba, yo y todos los miembros de este equipo, cada uno en cada una de las enormes estaciones que día y noche velan por su sueño y por su vigilia, por sus ancianos y sus niños.
No se cuántos años tengo, perdí la cuenta cuando me di cuenta que viajaba por un cielo demasiado limpio, demasiado simétrico, sin solsticios ni equinoccios. A veces siento el impulso de venir aquí, al piso 17, por la noche y mirar el cielo nocturno, reconocer alguna constelación y hacerme una idea de cuánto tiempo ha pasado, de dónde estoy, de cuánto me he alejado de casa. Pero me resisto a la idea, porque debo dormir las horas correctas. No sería el indicado si faltara a una disposición tan vital, tan sencilla, tan trascendente.
Una vez miré y vi figuras en el desierto, grandes dibujos de animales que habían sido dispuestos en tamaño descomunal sólo para que yo pudiera verlos. Pueblos alejados de las grandes metrópolis, con poca industrialización, se habían empeñado en colocar esas rocas para recordarnos, quizás, que nos recordaban; que ellos no se habían olvidado de nosotros, que ellos todavía creían en nosotros.
Pero eso fue hace años. Nunca más volví a ver el desierto, las montañas, el mar o los valles poblados. Quizás terminó la guerra, quizás fue cierto que todo acabaría tan mal, quizás este proyecto era un error, quizás no se podía torcer la mano de la naturaleza, quizás no se podía poblar el cielo, actuar en lo alto para modificar lo profundo. No sé si hay todavía padres e hijos mirando al cielo y recordando nuestra hazaña, nuestra empresa, nuestra visión; no sé si hay mujeres que nos recen por las noches, o sacerdotes que hablen en nuestro nombre en estados de arrebato. Todos ellos eran más pequeños que todos nosotros, y sabían menos de lo que realmente estaba pasando.
En realidad fuimos siempre los únicos en saber lo que estaba pasando. Por eso cuando despedí a mi ejecutante ese día, luego de su triste mirada, cuando ya estaba solo en mi transbordador me sonreí. Al menos una vez al día todavía lo hago. Ninguno de esos ingenieros, filósofos y militares sabía realmente lo que éramos nosotros. Nadie entendía lo que habían puesto en el cielo, sólo nosotros; nosotros, los elegidos para protegerlo. Para cuidarlo. Para mantenerlo vivo.
A veces creo ver a algún otro. A lo lejos, contra el sol, atravesando mi horizonte curvo por encima de las altas nubes. Pero nunca estoy seguro, ya casi no se pueden ver, se han vuelto transparentes a fuerza de haber sido olvidados. Este mismo debe también ser invisible, ser apenas una imaginación, un ensueño, una nube con forma peculiar, un destello en la noche. Hemos pasado a formar parte del cielo, de la atmósfera, de la misma naturaleza. Las estrellas menos brillantes y más cercanas. Las más pequeñas y las más importantes.
Nunca nos van a encontrar, porque han dejado de buscarnos. Nos han fabricado altares e imágenes, nos han dado nombres y rostros, nos rezan cada noche y a pesar de todo, se han olvidado por completo de nosotros.

viernes, 23 de junio de 2017

Obvio

La segunda vez
que leí este poema
le encontré más sentido
que la primera

jueves, 3 de noviembre de 2016

lunes, 17 de octubre de 2016

sábado, 30 de julio de 2016

Regreso

Estamos condenados 
a bañarnos en los mismos ríos 
Nunca siendo
Cada vez los mismos.

19

Misma parada
Pero yo soy distinto
Y ella no está 

jueves, 12 de mayo de 2016

18

Ojos profundos
me secuestran el alma
cuando me encuentran

a Giovanna